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Antártida suramericana

Gentilicio: Antártico/a

Se denomina Antártida sudamericana o suramericana a los territorios antárticos reclamados por Argentina y Chile en virtud de los acuerdos suscritos por ambas naciones el 12 de julio de 1947 a partir de la Declaración Conjunta Juliet Gomez-Bramuglia, y la Declaración Conjunta Pascual La Rosa-Germán Vergara Donoso, del 4 de marzo de 1948, en la cual ambas naciones proclaman en Santiago un acuerdo “que ratifica la Declaración conjunta firmada en Buenos Aires, el 12 de julio de 1947”. Posteriormente, en Buenos Aires, el mismo texto es ratificado por los presidentes Juan Domingo Perón y Carlos Ibáñez dentro del marco de los Acuerdos del llamado ABC, una propuesta del mismo Perón a los mandatarios de Brasil y Chile tendiente a lograr la unidad regional.
El Tratado Antártico de 1959, firmado y ratificado por la Argentina y Chile, establece un inédito régimen internacional que no reconoce ni niega los reclamos de soberanía preexistentes. Los sectores de ambos países están delimitados por los meridianos 25º y 90º al este y oeste respectivamente, y el paralelo 60º al norte, límite a partir del cual el pacto entra en vigencia, hasta el Polo Sur o paralelo 0º. Este instrumento “congela” –formalmente hasta 2048– los reclamos por la soberanía territorial de los espacios antárticos proclamados por siete países, Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda, Noruega y Francia, además de las naciones suramericanas, cuyos respectivos sectores se superponen con el área pretendida por Gran Bretaña, parcialmente en el caso chileno y en su totalidad en el caso argentino.
En virtud de los acuerdos alcanzados, Argentina y Chile se reconocen mutuamente derechos de soberanía dejando como cuestión a resolver en el futuro la definición de límites, de la misma manera que han resuelto, en distintos momentos históricos, sus divergencias en el resto de la extensa frontera compartida. Este hecho es sumamente significativo, ya que son las únicas naciones reclamantes que reconocen derechos territoriales en la Antártida a otro estado suramericano. Australia, Francia, Nueva Zelanda, Noruega y el Reino Unido hacen lo propio entre sí.
El nombre Antártida proviene del adjetivo latín antarcticus, y a su vez del griego antarktikós, es decir “opuesto al Ártico”. Como toda toponimia –del mismo modo que la representación cartográfica–, la acción de nominar otorga entidad y “existencia” en los imaginarios geográficos a diferentes espacios y territorios, lo cual promueve –y justifica– determinadas intervenciones u omisiones sobre ellos. En el caso de la Antártida, la civilización europea, con su impronta guerrera y conquistadora, imagina y conjetura la existencia de una tierra austral. Concepciones cosmográficas y geográficas vigentes desde la Antigüedad, sostienen la existencia de una masa de eterna congelación, la Terra Australis Incognitae, que hace contrapeso a las tierras del norte y sus casquetes polares o Ártikos –palabra que significa “al norte de la Osa Mayor”– para dar estabilidad al mundo.
Antes de adquirir su actual significación geográfica, la expresión se utiliza para definir lugares "opuestos al norte". Por ejemplo, la efímera colonia francesa establecida en Brasil en el siglo XVI, es bautizada la “Francia Antártica”.
Posteriormente, se incorpora la terminación “da” surgida por analogía con topónimos como Nueva Zelanda o Atlántida. En la actualidad, tienen validez ambas denominaciones: Antártica mantiene el galicismo antartique y es habitualmente utilizada en Chile, a diferencia de Argentina, donde prevalece Antártida.
Desde el siglo XVI, la idea de una Terra Australis acicatea la imaginación europea e impulsa las exploraciones en procura de su descubrimiento y conquista. Expediciones españolas, holandesas, francesas e inglesas, impulsadas por la fuerza de sus creencias y ambiciones, comienzan a aventurarse por los mares australes, nunca vistos por ojos europeos. Los descubrimientos atlánticos durante la primera etapa de la expansión marítima ibérica (fines del siglo XV y primeras décadas del XVI) permiten retomar la idea –ya presente en fuentes clásicas y medievales– de la existencia de un gran continente helado mas allá del límite navegable impuesto por la barrera de los campos de hielo flotante, tras los mares australes.
La producción cartográfica europea de los siglos XVI y XVII representa a los territorios australes de Suramérica como última frontera del mundo conocido, lugar de pasaje a otro mundo de carácter mítico, portador de la promesa de misterio y riqueza. Durante siglos es creencia acendrada que la Terra Australis se corresponde con la actual Australia o también con la Tierra del Fuego, regiones que muchas veces se conciben unidas al enorme continente helado.
A mediados del siglo XVIII, el interés imperial por ampliar los ámbitos de intercambio comercial en el Pacífico e incrementar los dominios territoriales, reactiva la búsqueda de tierras australes. La importancia asignada a la región desde su descubrimiento, primero como la tan ansiada puerta al Pacífico y luego, en la segunda mitad del siglo XVIII, como área de explotación comercial de ballenas, focas y lobos marinos –actividad de suma relevancia económica para las potencias coloniales– convierte en bases de operaciones pesqueras de carácter temporario a las islas subantárticas Georgias, Orcadas y Shetland del Sur.
En el siglo XIX, a la histórica disputa de intereses imperiales por la posesión de territorios y puertas de acceso marítimo se le suman las reivindicaciones soberanas en la porción suramericana más austral de las nuevas unidades político-geográficas surgidas en América, como consecuencia de la lucha contra el absolutismo español. Para Gran Bretaña –victoriosa de la disputa interimperial de tres siglos– el conflicto por el control de estos vastos y estratégicos territorios se traslada ahora hacia los nuevos estados en formación y los derechos que de su condición soberana derivan. Como si una voz emanada desde su lógica imperial confesara: “si les gané estos valiosos espacios a los poderosos reinos de España y Francia luego de tres siglos de ardua y costosa lucha diplomática y militar… ¿por qué cederlos y/o compartirlos con estas incipientes repúblicas y sus veleidades soberanas?”.
En esta lógica se inscribe la posesión por la fuerza de las Islas Malvinas en 1833, base de apoyo principal a partir de la cual Gran Bretaña sustenta en la actualidad su proyección antártica.
Hacia finales del siglo XIX, las cartografías nacionales de los nuevos estados suramericanos ya reconocidos y consolidados expresan sus respectivos proyectos de configuración territorial, que incluyen la ocupación de los espacios heredados de España de acuerdo con el principio jurídico uti possidetis. Mientras la Patagonia y el archipiélago fueguino son integrados a la soberanía efectiva de Argentina y Chile –no sin disputas entre sí y con Gran Bretaña–, el Atlántico Sur, la llamada convergencia antártica (área de encuentro entre las aguas más cálidas del Atlántico con las más frías del océano Antártico) y la Antártida, especialmente la estratégica península Antártica –Tierra de O’Higgins para chilenos, Tierra de San Martín para argentinos– y las islas subantárticas – espacios considerados por el derecho internacional “Terra nullus” o “tierra de nadie”– se mantienen como espacios de rivalidad geopolítica contra la pretensión imperial británica, a despecho de cualquier legitimidad invocada.
La denominación “Antártida Sudamericana” remite en principio a la habitual caracterización geográfica correspondiente a la porción americana del continente dividido en cuadrantes a partir de la extrapolación de los nombres de los espacios contiguos. Así, existen los cuadrantes africano, del pacífico, australiano y americano o suramericano. Sin embargo, esta nueva entidad político-geográfica surgida del entendimiento entre Argentina y Chile en la década de 1940, la Antártida Suramericana (para utilizar su expresión actual libre del galicismo “sud”) adquiere su cabal significación geopolítica como respuesta política mancomunada –con base en la legitimidad de los principios del derecho internacional– a los intentos de las potencias imperiales (a las que se suman en este contexto los EEUU, superpoder victorioso de la Segunda Guerra Mundial) por el control de los espacios marítimos, insulares y continentales antárticos, incluidos sus recursos naturales.
La Antártida Suramericana –que se diferencia del rótulo Antártida “americana” a secas– es expresión política e institucional de las naciones latinoamericanas frente al conflicto latente por las soberanías territoriales entre las potencias imperiales –que basan su reclamo en uso de la fuerza– y las naciones soberanas –cuyas reivindicaciones tienen fundamento en los principios del derecho internacional-. Pone el foco en la disputa central que continúa estructurando, motorizando y dotando de sentido al proceso histórico de valorización, apropiación y ocupación del continente blanco. Conflicto por la soberanía territorial que el Tratado Antártico morigera y pospone pero no resuelve -ni garantiza a futuro– los derechos soberanos de los estados relativamente más débiles frente a los poderes mundiales de turno.
La cuestión de la soberanía se torna tan o más crucial en el actual proceso de redefinición del poder del sistema internacional con relación en la explotación de los recursos antárticos en un escenario de aumento creciente de conflictos por su control y explotación.
La Antártida alberga alrededor del 80% del agua dulce del planeta. Es también el continente con los promedios de humedad y temperatura más bajos. El 90% de su superficie está cubierta por hielo e influye en el clima y las corrientes marinas del mundo entero. Concentra reservas comprobadas de carbón, petróleo, hierro y otros minerales, además de cuantiosos recursos marinos, no sólo ballenas, pingüinos y krill.
La Antártida o Antártica es un ecosistema crítico, marcado por su fragilidad ambiental en un contexto de cambio climático. Representa la última reserva de recursos estratégicos (conocidos y por conocer). Sus extremas condiciones ambientales impiden la existencia de una población permanente y la explotación económica de sus recursos minerales.
El Tratado no se ocupa del tema de la explotación futura de los recursos potenciales, un punto clave que, sin embargo, fue dejado de lado para evitar conflictos y garantizar su firma. La presión internacional por incorporar la perspectiva de explotación de recursos continúa latente y revela la criticidad de la cuestión de soberanía. ¿Quién decide los “qué”, los “cuándo” y los “cómo” de la explotación en un ecosistema signado por su fragilidad ambiental? ¿A quiénes se dirigen los potenciales beneficios y quién asume los costos ambientales? ¿En función de cuáles intereses?
En este marco, una creciente conciencia antártica latinoamericana –solo posible en el marco de los intentos de unidad continental propiciados por Mercosur, ALBA, CELAC y UNASUR– surge no sólo como consecuencia de la proximidad geográfica sino a partir de la experiencia acumulada y el despliegue territorial de Argentina y Chile con sus bases y asentamientos, permanentes y temporarios, y la infraestructura aeroportuaria de Ushuaia y Punta Arenas, imprescindibles para el apoyo logístico de proyectos científicos de diversas nacionalidades. Además, existe una intensa cooperación en materia de protección y monitoreo marítimo y ambiental a través de iniciativas como la PANC (Patrulla Antártica Naval Combinada) y la RAPAL (Reunión de Administradores de Programas Antárticos Latinoamericanos). El relanzamiento de la Antártida Suramericana constituye una oportunidad histórica para hacer valer la autonomía y dignidad latinoamericanas frente de las pretensiones neoimperiales asegurando en el escenario pos Tratado Antártico la vigencia de las soberanías nacionales en estos territorios promisorios y fundamentales que el mundo aún no pondera en su real dimensión.